El nomadismo digital no es una moda. El nomadismo digital es una forma de vivir que ya tiene algunas décadas de existencia y que está profundamente anclada en el disfrute de la naturaleza, así como en la exploración de distintas geografías y paisajes.
Si miramos las redes sociales, podemos encontrar varios grupos que nuclean a los nómades digitales: los hay dedicados a mujeres, hombres, y hasta familias que educan a sus niños mientras viajan por el mundo (conocido como worldschooling).
El nomadismo como tal tiene sus raíces en la movilidad de las tribus indígenas del África que viajaban de un lugar a otro cuando el alimento escaseaba para poder continuar alimentando a sus familias. Lo que es nuevo, es esta forma de moverse por el mundo que posibilitaron las tecnologías de la información, haciendo que el trabajo pueda ser llevado a cabo con tan solo tener una laptop y conexión a Internet.
Trabajar en la naturaleza
Entre los nómades digitales encontramos a aquellos que disfrutan de conocer distintas ciudades. Pero también los hay de aquellos para los cuales el gran atractivo es poder vivir una vida en contacto con la naturaleza.
Los lugares más populares para estos nómades digitales son aquellos que tienen playa, como Costa Rica, Bali, o Grecia, por nombrar algunos lugares. Es común encontrar espacios de cowork, e incluso coliving, en los que se generan comunidades de nómades digitales que disfrutan juntos de explorar nuevos lugares, así como de trabajar con sus laptops mirando al mar.
En Uruguay, Punta del Este se ha convertido en un lugar de gran atractivo para este tipo de viajeros. Hay varios hostels que brindan todo lo necesario para pasar estadías relativamente largas mientras se trabaja en un proyecto a pasos de hermosas playas donde practicar surf y otros deportes acuáticos en los tiempos libres.
Pero, también, elegir echar raíces en algún lugar alejado del trajín de las ciudades constituye un regreso al mundo natural. Juan Ignacio, miembro del equipo de IUGO, eligió las afueras de Colonia del Sacramento, en Uruguay, para vivir con su familia. Para él, poder tener contacto con una vida más simple, menos estresada, donde haya más espacio para disfrutar de tener animales, dar un paseo por el campo y que sus hijos se críen en la naturaleza es uno de los grandes beneficios que le ha traído una carrera en tecnología.
La búsqueda de alternativas a la vida moderna
¿Qué es lo que ha sucedido en estos últimos años, que hizo que, a la vez que se avanza a pasos agigantados en la inteligencia artificial, la robótica, y la ciencia en general, haya otro grupo de gente que busque por todos los medios retrasar los pasos de nuestros ancestros y vivir de formas más simple?
La vida moderna tiene enormes ventajas que han simplificado nuestra vida a niveles insospechados hace unos años. Pensemos solamente en Alexa; controlar aparatos solo con nuestra voz fue, no hace tanto, una fantasía que sólo se encontraba en películas de ciencia ficción. Algo casi sacado de un libro de Ray Bradbury.
Pero hoy tenemos eso y mucho más. Y, a pesar de que simplifica nuestra vida, no nos garantiza ser más felices. Es precisamente esa búsqueda de la felicidad la que ha llevado a que muchos se cuestionen cuál es el camino para lograr una vida más plena. Ahí es donde entran varias prácticas que han sido posibilitadas por la tecnología, pero que no podrían estar más alejadas de ella.
Las manos en la tierra (y en la masa)
En los años 90, ciertamente no había escuelas que tuvieran “huerta” entre sus contenidos. Hoy, esto es casi un requisito en cualquier colegio. Esta especie de resurgimiento de algo tan fundamental para la supervivencia humana, como es el trabajar la tierra para hacer crecer el alimento, no es casual. Poner las manos en la tierra, enlentecer el ritmo de la vida para estar afuera, mirar los colores del jardín, sentir los aromas a menta, lavanda, tierra mojada, pasto recién cortado, no son sólo placeres superficiales. Nos recuerdan quiénes somos en realidad. Nos llevan de vuelta al cuerpo, al aquí y ahora, nos enraízan de una manera que la tecnología no puede hacer.
Similar al trabajo con la tierra, es el trabajo con la masa para hacer pan. Durante la pandemia, cuando el mundo se había vuelto completamente virtual, desde los cuadraditos de Instagram, como ventanas a cada hogar, se apreciaban miles de pequeños frascos que contenían una mezcla densa de harina y agua, burbujeante, que parecía tener vida propia y que sus dueños a veces llamaban con nombre propio y alimentaban como a una mascota, diligentemente, todos los días. La masa madre cobraba vida en manos de gente que nunca se había interesado por el pan, más que para comprar la baguette y hacerse un sandwich con ella.
De repente, surgieron miles de laboratorios caseros en los que se experimentaba la mejor manera de lograr el leudado perfecto del pan de masa madre, llevando adelante complicados pasos durante 24 horas, para sacar del horno una hogaza crujiente.
El conectar con algo tan humano, ancestral y corporal, fue un bálsamo en un momento en el que la interacción humana se había visto interrumpida. Y los seres humanos, sociales por naturaleza, buscaron conectar con cualquier cosa que les recordara de dónde venían.
La paradoja, claro está, es que todo esto fue posibilitado por la tecnología. Una tecnología que avanza sin pausa y que, lejos de detenerse, sigue adelante por caminos cada vez más inexplorados. Una tecnología que cada vez más permite que los trabajos repetitivos sean realizados por máquinas y que deja en manos de los humanos el trabajo creativo y, estratégico. Quienes comprenden el peligro de dejar que la tecnología los absorba, continuarán buscando espacios para conectar con su esencia.
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